jueves, 2 de diciembre de 2010

De leer libros… Domeyko



Del total del libro de turno uno encuentra determinados episodios que quisiera compartir, así de este diario del joven científico polaco Ignacio Domeyko, contratado por el país en 1838, cabe citar parte del testimonio de su viaje desde Buenos Aires hasta Mendoza en compañía de un amigo y un guía. Como la cordillera de los Andes quedaría cerrada con el invierno que se aproximaba no descansó en la capital argentina y partió prontamente ya que tenía más 500 kilómetros por delante para llegar a ella.

Lo primero era comprar un pasaporte de postas, sistema que organizaba aquel gobierno para realizar estos viajes, lo que le permitiría ir cambiando caballos después de un gran recorrido desde el principio al galope por la pampa, extensión inmensa bajo un cielo azul y un horizonte que se combaba al tomar la curva de la corteza terrestre.

Quedaban atrás pequeños pueblos en su vida de domingo, ranchos y posadas que iban emergiendo adelante, acercándose y alejándose a medida que iban pasando en su galopar infinito. Rompían la monotonía bosques que asomaban azules de lejanía y que al aproximarse no eran más que rebaños de vacunos o caballares cimarrones, quizás ser caravanas de carretas pamperas moviéndose lentamente en el hacer el comercio de cueros, grasas y trigo entre las ciudades del interior y la misma Buenos Aires. A veces veían brillantes y hermosos lagos que al acercarse a ellos no eran otra cosa que espejismos.

Los pastos de la pampa que alimentaban a tantos animales son diferentes a los nuestros y los tréboles y chépicas se van renovando con las estaciones, por lo que nunca faltaban en su alimentación. En esta planicie se encontraban de vez en cuando con otros jinetes galopando a prisa: “ nos cruzamos con un gaucho de poncho azul levemente inclinado hacia adelante pareciendo formar un solo cuerpo con el caballo, su rostro no es salvaje ni severo, sino sereno y grave …”. Aquel iba sumido en sus pensamientos, los ojos en lontananza, ignorando totalmente a quienes cabalgaban en sentido contrario.

Domeyko describe la vestimenta del hombre natural de esas tierras como pintoresca contrastando con el campo verde, con su poncho azul con forro rojo- encargado a Chile nos dice- y bajo él la chaquetilla, el cinturón y el cuchillo al cinto. Desde la cintura la prenda llamada chiripá, calzado de cuero crudo de potro, largas espuelas, sombrero negro y la cabeza envuelta en su pañuelo que le protegerá la cara del fiero viento pampero. Junto a la montura lleva el lazo, rebenque y un juego de boleadoras heredadas de mapuches y patagones como armas de defensa y herramientas de trabajo. Los gauchos no son agricultores, comerciantes ni artesanos, son pastores ganaderos o de vida errante que llevan consigo enorme soledad, realzan la pampa con la diversidad de su ropaje, su postura en el caballo con el que mantienen estrecha relación, su vitalidad y espíritu de libertad.
Iván Contreras R- 2010



Ignacio Domeyko


Imagen de gaucho: argentour.com

domingo, 14 de noviembre de 2010

Atmósfera previa a 1810


Fernando VII

Si sabemos poco, intuimos más de los momentos previos a aquel año glorioso de 1810 en que varios países de América despiertan de una larga siesta de tres siglos y cambian su status en el que habían permanecido por tanto tiempo. No fue algo repentino, no fue un despertar súbito sino que fue algo posible de pronosticar, como presentimos todas las noches el amanecer por el trinar de los pajarillos que traen consigo a la luz del nuevo día. Es que el siglo XVIII trajo cambios en las ideas generales y aún de antes venían madurando - como todo evoluciona- en la sociedad colonial.

En aquel ambiente, pese a la lentitud con que se conocen las noticias y las experiencias terminan por asentarse y hacerse carne en las mentes de los personajes como la insurrección de las colonias norteamericanas contra Inglaterra, el país que les aflige. La revolución francesa puso cierto poder en el pueblo y aquí eran tierras de españoles y de portugueses fértiles en el recibir ese sentido libertario que atraviesa los mares y vuela por los territorios. Todo se conjuga, es posible leer a los filósofos franceses que manejan ideas nuevas, de un hombre nuevo, y tuvimos nuestros propios pensadores, por allá Miranda y acá Martínez de Rozas.

Si en las colonias se da una respuesta parecida, una reacción esperada, fue por que los mismos reyes españoles procuraron una unidad conseguida por la dictación de leyes y ordenanzas que afectaban a todas por igual, tolerando algunas diferencias y son parecidas reacciones aunque las distancias entre ellas fueran tremendas.

Nuestro Chile separado del Perú por un desierto imposible; por unas alturas que apunan del Alto Perú o por una muralla ciclópea, la cordillera de los Andes y la pampa infinita hasta Buenos Aires, sin embargo los vientos vencen las imposibilidades e informan y uniforman el sentido de la época.

Un mismo nivel cultural, la vida económica y aunque las etnias originarias fueran diferentes la raza europea como estaba en todas partes le daba uniformidad, maneras de gobierno y trato. Hasta el lenguaje da los lineamientos castellanos. El mar unía todo, pero su desarrollo no era tan grande más al encuentro de los siglos los barcos extranjeros, los venidos de Boston, de Francia o de Holanda hicieron ver que había otras formas de vivir, la forma independiente, el autogobierno y el pensar libremente.

Y aunque España fue maestra en enseñar a los demás países europeos a como organizar el funcionamiento de una colonia, la misma metrópolis tuvo su propia crisis y lo fue el ser invadida por Napoleón y atender a la abdicación de los reyes, y es José quien quiere dominar los asuntos españoles aún la vida de ultramar. Pues el Consejo de Indias se ha mantenido libre y sigue manejando la América india, pero aquí en cada lugar perciben la debilidad con que llegan ahora sus mandatos. Y la idea de incorporarnos al Mundo napoleónico recibe el más grande rechazo nuestro y a la hora de tomar importantes acuerdos se establecen juntas de personas brillantes en cada país y esas gentes son criollas que nunca obtenían cargos representativos, pero como eran los tenedores de la tierra y de la fortuna, ahora al tomar decisiones si fueron importantes.

Iván Contreras R, 2010

miércoles, 27 de octubre de 2010

La fuerza del siglo XVIII


Es 1700 año de un gran cambio en España por marcar el término de los Austria con el fallecimiento de Carlos II y vendría Felipe de Anjou como Felipe V, el primer Borbón e ideas francesas que para América significaron una vida política muy activa con el envío de más representantes peninsulares, una modernización de los ejércitos y marina, también del comercio y la producción. Se cimenta la agricultura con obras de regadío. Crece la industria manufacturera de tejidos, de artículos metalúrgicos, armas, loza, muebles etc. Los virreyes y gobernadores debían cumplir mejor sus cargos de modo de mantener el resurgimiento en las colonias, aunque Chile sigue aislado por su tremenda lejanía.

Se hace importante la ruta por el Cabo de Hornos y las naves al pasar por el extremo sur encontraban canoeros que les ofrecían extraños insumos, pasando por los puertos de Chiloé, Valdivia, Concepción y Valparaíso aumentando su afluencia y de mercaderías españolas y europeas. En aquellos últimos años coloniales desaparece el monopolio y ante la presión externa llega el contrabando de artículos franceses desembarcados en Concepción e ingleses desde Buenos Aires. Chile despacha sus productos a Lima, el trigo, vinos, cueros, charqui, cobre en barra, frutas secas, legumbres, velas de sebo, quesos, madera – de alerce de Valdivia y Chiloé- y hacia el otro lado, los ponchos azules o rojos tan apreciados por los gauchos. Desde el Perú nos llegaba el azúcar, piedras de sal, salitre, tabaco, telas de bayeta, chocolate, arroz etc., y de Argentina o Paraguay principalmente la yerba mate, oro verde para algunos y vicio deleznable para otros. Por 1790 España autorizó a EEUU e Inglaterra la caza de la ballena y el lobo marino en el Pacífico lo que trae muchos barcos a nuestras costas y aumento del movimiento intercolonial de los diferentes tipos de producción.

El trigo, cuya semilla llegó desde Andalucía, hacía andar la actividad en las haciendas, porque había que cultivar ya que el oro era para unos pocos y los criollos aprendieron a enriquecerse con la pertenencia del suelo y la crianza de ganados haciendo nacer el inquilinaje que trabaja las tierras lejanas pagando su uso en cosechas, leña, miel o dinero. Peones mestizos se ocupan en las minas y entre los agricultores ha de conformarse al tipo del huaso, encargado también por los medios de transporte en las rutas entre las ciudades y los puertos, con caravanas de carretas y recuas de mulas. En la cercanía de las urbes se explotaba la chacarería y las quintas de frutas; las viñas desde Concepción y en la zona central. Se establecen costumbres, la vida social y la economía, una cultura, que son mensajes a los siglos posteriores a 1810. Las artesanías florecían en los telares, géneros ordinarios, ponchos y frazadas. La arcilla proveía de vasijas, tinajas para la chicha y el vino. El cuero para el calzado, las monturas y sus aperos. De cobre los alambiques, palanganas y ollas. Si de el cáñamo podía producirse cordeles, jarcias y lonas. De la platería, la vajilla en que fue importante la labor de los monjes jesuitas de Calera de Tango.

El más notable gobernador del siglo XVIII don Ambrosio O”Higgins, el padre de nuestro prócer máximo don Bernardo, se hizo recordar fundando ciudades, impulsando los caminos, canalizando tierras de cultivo, la construcción del puente de Cal y Canto, contratando a Joaquin Toesca para levantar la Casa de Moneda, los tajamares del Mapocho y la Catedral.

Iván Contreras R. 2010

jueves, 7 de octubre de 2010

En plena colonia


Fueron casi tres siglos de los que sabemos muy poco, desde que se instaura la colonia hasta que el pueblo de Chile estima declararse independiente, en las ciudades y en las encomiendas donde se va fraguando una civilización que ha sido trasfondo de nuestra vida actual. Quiero llegar a la esencia en palabras, dar el sentido de época con civiles, religiosos y soldados siempre listos para lo que fuere en la tierra tomada y más allá del Biobio límite y frontera impuesta por el sentido común.

La ciudad trazada a escuadra como un tablero de ajedrez fue asiento para el español con espacio para la iglesia, los conventos, el colegio, la plaza, los solares y las casas de los habitantes. Todos estuvieron en la fundación, que tenía su protocolo con participación perentoria del gobernador y en el poblamiento las mujeres tenían un papel relevante, eran muchos sus roles y muy sacrificados como ignorados. Españolas y criollas, mestizas e indias responsables de la descendencia significaban la continuidad cultural. Lo urbano se extendía a lo rural en las chacras y heredades para las siembras y mantención de los ganados. Aquí y allá se levantaban fabricas de adobes, ladrillos y tejas, junto a maderas de los bosques nativos se alzaban las construcciones, no siempre capacitadas para soportar los frecuentes temblores.

Los hijos de esas mujeres estudiaban en los conventos y allí alguien les contaría de España, siempre presente, como del Rey también siempre de oídas, invisible, porque jamás vino un rey a América, y con tanto poder que de él se recibían los favores y también los castigos. Hastiados de ser ciudadanos de segunda o menores de edad por ser considerados de poca capacidad intelectual, indios, mestizos y criollos, de formación española mantenían la influencia india por el lado materno, y se hacían fuertes y diestros en cosas del campo y de la guerra viviendo a plena naturaleza. Ya crecidos los buenos trabajos se daban a los nacidos en la península y un criollo que tuviera aspiraciones no podría cumplirlas, y así incubar el descontento que creó la atmósfera para la eclosión libertaria de 1810.

La tarea de los españoles era ser evangelizadores del nuevo mundo y la del gobernador la de constructor de iglesias, fundador de ciudades, defensor de los débiles, explorador de nuevas tierras y protector de la colonia de los piratas ingleses y holandeses. Los viajes al sur del BioBio se hacían por la costa o por el interior para lo que debían tener la autorización de las tribus lugareñas y aún así. Debía además el señor gobernador velar porque el ganado se multiplicase en las haciendas donde se le faenaría a fin de producir sebo, charqui y cueros, que en aquella época todo se amarraba con correas; que hubiera piedra donde moler el trigo o el maíz; telares para tejidos de la tierra; carretas y barcos para llevar a vender lo producido dentro y fuera del país.

Debemos recordar que ahora en estos cataclismos hemos reconocido algunas necesidades básicas para la existencia, ellos tenían carencia de lo elemental y podía ser una muy incómoda forma de vivir en esos siglos. El territorio se dominaba ocupándolo y recorriéndolo por expediciones que unían las ciudades del norte o del sur por caminos de tierra, por ríos de difícil paso y estableciendo posadas para descansar y cambiar caballos, siendo a menudo lugares en que nacieron pueblos y se fundaron ciudades a la distancia de una jornada de viaje.
Iván Contreras R. 2010


Imagen: aldeaeducativa.com

viernes, 24 de septiembre de 2010

“Conquistar e poblar”


Reeditar los tiempos de la colonia española en América, de quienes pisaron entonces nuestras tierras, puede ser un buen ejercicio para la memoria. Es cosa de echar a andar la imaginación para descubrir realidades, quizás penalidades de cerca de 500 años atrás. Atenernos a ellas en los hoy países de este cono sur del continente: Perú, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina y Chile, basando los límites en cambios de relieve o de clima. También de que raza más belicosa poblara las comarcas descubiertas, luego “conquistadas e pobladas”.

Todo empezaba allá en España al organizar la expedición, con la anuencia del rey, reuniendo naos, bajeles, carabelas, galeones y bergantines, para enseguida surtirlas, ojalá, sobradamente para el regreso en un par de años. Víveres frescos, bizcochos, abundante vino en barriles, mercaderías y alimentación para 150 individuos. Otra historia era contratar a marineros, soldados y civiles, entre ellos contadas mujeres. Aceptar hasta treinta extranjeros con tal que no fueran franceses. Y para embarcarse cumplir algunas condiciones como estar confesados y dejar hecho el testamento. Ya en ruta no jugar a los naipes o a los dados ni renegar de Dios. Los que tenían un oficio, de herrero, carpintero u otro traerían sus herramientas. El abastecimiento del agua debía ser suficiente o habría problemas, sobre todo si además se incluían animales en ese viaje tal como vacas, yeguas y caballos.

La travesía del Atlántico pudo efectuarse sin tropiezos, en unos tres meses y medio, o tal vez tener percances en las tormentas y al buscar reparo en la costa ya cercana estrellarse contra las rocas y encallar en los bajíos. Entonces no habría socorro posible. En tanto tiempo aparecían enfermedades, no siempre de causas conocidas, y al que se moría se le lanzaba al mar acompañado de algunas oraciones.

La gente venía diseminada por las cubiertas y entrepuentes, lo que mejoró cuando conocieron la hamaca encontrada en el trópico. Llevar un Diario de navegación fue de gran interés para saber de esos viajes. Solía suceder que la expedición que venía a Chile llegara a otro destino en el Atlántico o en el Caribe o por alguna razón de peso regresara a España.

Ya en tierra, levantaban pueblos con repartición de predios y heredades edificando casas con los materiales del lugar, y “ficieron sementeras de pan”. Porque las vecindades eran preparadas para la labranza en terrenos que producían todo, trigo, cebada, que el maíz se daba dos veces en el año, y porotos, habas, calabazas y melones. Además los colonos comerían carne y pescado. Sin embargo si los tiempos eran malos, el hambre podía ser mucha y la desnudez tanta al romperse la ropa y gastarse los zapatos que “deseaban todos la muerte más que la vida”.

En buenos momentos de las relaciones con los naturales intercambiarían abalorios, espejos, peines, tijeras y cuchillos por víveres, fueran gallinas, pavos, perdices, carne de venado, o también por cestos de papas y por piezas tejidas. No era raro que algún español, cansado de sufrir penurias, desertara y se fuera a vivir entre los indígenas asegurándose así la comida y la vestimenta. Conviviría con ellos tantos años que terminaría formando familia y llegaría a ser útil auxiliar de las expediciones posteriores por conocer las costumbres de las tribus y sobre todo por dominar el idioma que hacía posible el entendimiento y las negociaciones.

Iván Contreras R. 2010
Prof.Emérito, U.de Concepción

lunes, 30 de agosto de 2010

De libros que hay que leer... Gabriela


Notable trabajo sería rastrear la prensa y las revistas del pasado en la seguridad de encontrar escritos que Gabriela Mistral iba desparramando, como sembrando en los muchos lugares que ella recorrió. Habría que rehacer su itinerario de poeta, de maestra y de cónsul honoraria de Chile, y revisar los medios sincrónicos para ver qué se encuentra. Así , de compilador, el educador Luis Vargas Saavedra logró encontrar en un seguimiento de este tipo suficiente material para armar “Recados para hoy y mañana” que nosotros podemos asegurar que no lo hemos leído antes.

Vi ese libro a precio barato, lo compré como por si acaso y resultó sumamente interesante - por lo rico en su temática - y fui apreciando su lengua en prosa como quien degusta un manjar. Unos buenos escritos que me hicieron reaccionar fisiológicamente como me sucede cuando veo un buen cuadro. En dicho libro aparece reproducida una conferencia dictada por Gabriela, en 1931, en la Universidad de Puerto Rico que tiene la gracia de ser un texto destinado a ser hablado y que al leerlo me parecía escuchar su voz lenta y arrastrada que le he conocido en más de alguna grabación de la época. Además descubrir la profusión de su vocabulario, de palabras nuevas que fui apartando y verificando en el diccionario para terminar cerciorándome que no eran inventadas por ella. También floreé algunas frases e ideas que me han ayudado a completar esta columna.

Llamó a aquella clase como “De libros que hay que leer y libros que hay que escribir” y en ella cuando se refiere a Alonso de Ercilla y Zúñiga, le critica que en su “Araucana” por apasionarse por la gesta del hombre no se ocupó del paisaje:” El ojo despreciador o desamorado de Ercilla hacia la naturaleza prócer sirve para fijar este concepto que se ha llamado insensibilidad del hombre español hacia el paisaje”... Y es cierto que en la literatura colonial por este efecto se hace nula referencia al ambiente natural y es cierto que el paisaje chileno fue sólo descubierto en el siglo XIX a partir de las voces románticas de los visitantes extranjeros con Rugendas en el principio y luego con los chilenos Antonio Smith y los mayores Pedro Lira, Alberto Valenzuela Llanos, Juan Francisco González y toda una línea estilística que llega hasta hoy, porque ellos lo hicieron suyo y le enseñaron a los chilenos a distinguirlo y amarlo.

En algunas páginas por ahí dice: “Fijemos el principio de que una lengua abandonada por descuido o anegada por otra, no se afirma y se robustece sino en la lectura diaria y un poco sistemática en el hábito de contar o simplemente de conversar bien”. Porque le gustaba conversar lo que afirma cuando dice:” me gusta acaso de más, acaso de sobra, el rodearme de gente que converse y guste de la conversa...”, además aconsejaba ese día a su público:” ensayen ustedes hablar mejor para mejor escribir”. Asimismo recomienda anotar las impresiones de cuando se viaja: “cabe hacer en los viajes descripción objetiva y subjetiva; se puede escribir monografías de palmeras y piñas como quien hace crónica noticiosa de gremios; los animales no solo se prestan sino que se dan para calcomanías pintorescas”.

“Infórmense del mundo, tomen posesión de su año, de su década y de su siglo”, parece que Gabriela Mistral era esponja natural que podía contener todos los oficios y que el escribir lo consideraba una artesanía, pero piensa que la prosa debe ser cuidada y honesta, pero no fastidiosa y manoseada: “La artesanía debe recordar la manipulación del obrero pero no oler demasiado al sudor de su mano”.

Iván Contreras R.


Gabriela en Biblioteca Miguel de Cervantes

martes, 3 de agosto de 2010

Frío en el pasado


Siempre me he preguntado cómo se defenderían del frío nuestros antepasados, allá por los primeros años de la república, por fijar una época determinada.

He visto un cuadro de Goya, titulado “La nevada”, en que aparecen los personajes muy tapados con mantos, sobre todo cubriéndose la cabeza; los pies están enfundados en botas de cuero. Un perrillo en actitud de estar entumido, aumenta la sensación de frío.

Siglos antes Pieter Bruegel también representó escenas con nieve y gente aterida. Para él el invierno venía acompañado de aletargamiento y muerte. Meissonnier pintó a Napoleón volviendo desde Rusia, montado en su caballo blanco, muy abrigado.

En América el poncho arrebujaba a la gente de la colonia. Su uso tiene siglos. En Chile esa prenda era motivo de un activo comercio entre mapuches y españoles, y a todos aislaba el cuerpo del exterior inhóspito. En los 40 del siglo pasado, la manta de castilla reinaba en campos y poblados. Nuestros abuelos además usaban calzoncillos largos y camisetas afraneladas; también los pies se protegían con gruesos calcetines de lana.

Otro asunto era cómo pasaban los inviernos dentro de sus casas, en comparación con los elaborados medios actuales de calefacción. Desde luego nadie se desabrigaba estando en el interior y debemos suponer que resguardaban sus moradas tapando cuanta rendija diera entrada al aire helado. Aún hoy se recomienda hacerlo en el inicio de cada estación invernal. Si se aseguraban las ventanas por dentro, los postigos las cubrían y protegían por fuera -hubiera o no vidrios-. Seguridad y abrigo proporcionaban también las puertas y mamparas que cerraban la vivienda.

En la zona central, donde casi todas las construcciones eran de adobes, los braseros, prendidos en el exterior para evitar el gas nocivo de la combustión, entibiaban las grandes habitaciones. En las residencias alemanas del sur, las estufas fundidas en hierro -llamadas salamandras y simplemente calentadores- eran útiles, y en Valdivia según Vicente Pérez Rosales arrastraban un tronco hasta el frente de la casa y le iban sacando astillas. Aún hoy es posible ver cómo en pleno verano se atesora en los zócalos la leña para el invierno. En Punta Arenas los negocios de cualquier rubro mantienen cerradas las puertas y es el propio cliente el que las abre al ingresar a hacer su compra.

Las camas, con colchones de lana de ovejas, eran cubiertas con pesadas frazadas tejidas en telares artesanales, pero además no era raro poner a los pies todas las ropas del día. Se recurría a los ladrillos calientes envueltos en suaves paños, a las botellas de cerámica con agua hirviente y a los aún actuales guateros para desentumecer las sábanas. Enteraban el atuendo nocturno camisones de dormir de moletón y un gorro para la cabeza.

El lugar más acogedor de la casa era indudablemente la cocina, en que el fuego estaba encendido permanentemente y en donde tendía a concentrarse la actividad de la familia. Las chimeneas nunca fueron muy populares, por su carísima construcción y porque en ellas – según un antiguo estudio en la U. de Concepción- apenas se aprovecha el 5 % de su efecto.

Del empleo sucesivo de la leña, del carbón y de otros combustibles convertidos en calor, durante siglos ha persistido la utilización de la noble madera, proveniente de bosques que nadie se preocupó por renovar, la que ha servido para quitar el frío a nuestros antepasados, para entibiar los ambientes de sus casas como para cocinar y cocer el pan de todos los días.

Iván Contreras R.

martes, 13 de julio de 2010

Andariegos


El ocaso que en verano es más largo se iluminaba además con una gran fogata. Entre los peones congregados en el patio habría un concurso de logas y había gran interés entre ellos por escuchar a los afuerinos que traerían novedades como andariegos que eran; algunos parecían verdaderos maestros en esos relatos, con un principio y un desarrollo sin final definido, de sus andanzas por otras tierras, mostrando sus vivencias y su imaginación.

Así todo empezó cuando uno de ellos tomó la palabra y con un cierto ritmo, daba a conocer historias de su vida, hablando como si no existieran los puntos apartes, sin pausa de un tema a otro. Comenzó su perorata contando acerca de el cariño suyo por las mulas que cuidaba en aquella lejana oficina salitrera, y la diligencia con que debía uncirlas a los grandes carretones que transportaban el caliche y la materia ya tratada hacia la punta de desechos, cada vez más larga y alta sobre la tierra yerma.

Pasaba pena cuando escaseaba el pasto y debía disminuir las raciones a los pobres animales que igual debían ir a laborar bajo el fuerte sol y como él, al limpiarlas con las rasquetas y escobillas, más bien, las acariciaba desde la cabeza hasta la cola. A partir del cierre de Rica Ventura, recorrió la pampa, por sus propios pies, visitando otras oficinas en funcionamiento sin encontrar empleo, por lo que decidió volverse a sus lares tanto caminando por las huellas indelebles del desierto como subiendo furtivamente a los carros de carga del longino, el tren del norte, y así había llegado hasta donde se encontraba hoy en la faena del trigo.

Después tomó la palabra otro peón, quien inició su loga en el ferrocarril que se estaba construyendo hacia el sur, de su fascinación por aquellas grandes máquinas a fuego y vapor que iban avanzando según ellos colocaban durmientes y montaban rieles. Para cada obra tenían sus técnicas vigiladas por los ingenieros gringos que contrataba la empresa en la misma Europa. Solían darse accidentes, algunos mortales, en la trocha o en la construcción de los puentes sobre los muchos ríos a atravesar. Y que venía a las cosechas del trigo para variar las comidas y las jornadas diarias. En marzo volvería a ser carrilano porque estaba seguro que los gringos lo recibirían de nuevo, ya que necesitaban mucha gente para seguir la línea en su avance austral.

Terminó la sesión de logas un muchacho joven, llegado el día anterior, que adoptando una entonación muy personal hizo ver que provenía de la zona central y nos habló de uvas y vinos, y de aquel día en que había cortado 300 adobes para la construcción de las viviendas de los inquilinos de aquel gran fundo de viñas. Junto con recrear todo el proceso de los caldos tintos y blancos, y de la fabricación de las casas de barro y tejas, se refirió a su andar por los caminos entre pueblos diversos, y de cómo a su paso por Angol le habían informado que en estas lomas de Purén encontraría trabajo, buen rancho y niñas bonitas.

No sé cuál de los tres lo hizo mejor en esa noche estival, pero recuerdo impresionado la figura del nortino, de barba espesa que le hacía mayor, y en cuya faja se veía el mango del cuchillo, con el que decía cortaría los cueros y las correas de sus ojotas.

Lucía asimismo sombrero gacho y diente de oro.

Iván Contreras R. 2010


Foto: La Cueca Centrina

martes, 29 de junio de 2010

Oficios que se fueron


Un día cualquiera supe que mi abuelo materno y su padre fueron carroceros, es decir sabían como se fabricaban las ruedas y los carruajes de su época, finales del siglo XIX y comienzos del XX. Éste era un oficio muy apreciado que tenía bastante demanda de trabajo. Sin embargo, las tecnologías que venían como el motor de combustión interna y la utilización del neumático, dejó a esta actividad fuera del sistema.

Cuando transcurría la década de los 40, era lugar de reunión de un grupo de niños del pueblo el taller de zapatería del maestro Varela, quien ejercía gran atracción e influjo sobre nosotros. A cada uno nos hacía trabajar en las diversas etapas de la fabricación de zapatos, manipular los cueros mojados y fijarlos por medio de estaquillas a la horma de madera. En seguida había que coser sin aguja, con la lezna y pitilla aguzada con cera virgen. Él era el maestro y nosotros los aprendices. Desarrollando una avanzada didáctica, la propia de todos los oficios, la de la educación del ojo y de la mano y sobre todo la de la humildad, él decía a las posibles clientes: A sus pies, señorita.

En otras ocasiones concurríamos a mirar la fragua de la herrería en donde el maestro Santander machucaba los fierros calientes que se convertían como por obra de magia en herraduras, puntas de arado o en otras herramientas, que con un fuerte sonido de vapores eran enfriadas violentamente en la barrica del agua. Mientras el maestro martillaba el metal sobre el yunque seguía el ritmo con un movimiento de la boca y sus espesos mostachos, hacia allá y hacia acá, gestos que nos parecían muy cómicos.

En la cuadra siguiente el maestro Alarcón, carpintero, hacía tanto una mesa y sus sillas como una puerta o una ventana. El trabajo suyo era convertir la roja madera nativa en los muebles que se le encargaba realizar con diseños generalmente de la tradición familiar, llegando a sus formas con herramientas características: serruchos para cortar, gubias y formones, cepillos y garlopas para alisar las superficies.

Don Carlos Anwandter recomendaba a los colonos alemanes que venían a Chile que usaran toneles para empacar sus menestras. Daba ese consejo basado en el hermetismo de los barriles fabricados por el tonelero con una técnica propia y por la facilidad de hacerlos rodar y arrumar en la bodega del barco. Aunque el origen de la tonelería es muy antigua tendemos a relacionarla con el siglo XIX, y en el día de hoy entrada en receso.

El maestro Erices fabricaba las monturas de la zona, torcía los lazos y tramaba las riendas y sus frenos. Cuando se murió el maestro Erices, se cerró la talabartería y se acabaron las monturas.

Iván Contreras R.
Artista Plástico


Imagen: ventana de Purén (Flick)