viernes, 25 de abril de 2008

Ariel Puyelli, Esquel, Patagonia Argentina




BIOGRAFÍA


Supongo que debió ser frío ese atardecer del 23 de julio de 1963 en el policlínico bancario de Capital Federal.

Creo que Tita y Miguel ya tenían el Mercedes Benz modelo 1938, tan taxi inglés ese autito con panel de madera y reloj suizo que un par de años más tarde nos quedó chico. Luego vino el Ford Falcon que contuvo a mis padres, mis cinco hermanos y a mí, que el 25 de julio de ese 1963,ya estaba de regreso en la esquina de Chacabuco y Alsina de San Andrés de Giles, en la provincia de Buenos Aires, para comenzar a crecer.

Desde ese barrio me llevaron al Jardín de Infantes de las monjas, cuando estaba en la calle Moreno, a mitad de cuadra, y nos parecía enorme.

Allí conocí a quienes serían compañeros de escuela hasta el quinto año del secundario. Chicos que luego fueron adolescentes. Más tarde jóvenes. Hoy hombres y mujeres que son parte de mi carne. Historia de mi historia.

Desde ese barrio fui solo al otro colegio de las monjas, al Parroquial, a misa y al dentista. Demasiados rezos, demasiadas esperas nerviosas en la sala del doctor Serra. Los chicos no deberían juntarse con curas ni dentistas hasta, por lo menos, los 20 años. Los primeros dejan culpas; los segundos, momentos que debieran ser ocupados por otros recuerdos.


Esa esquina duró hasta los nueve años. Primera bicicleta, primer barrilete hecho por el entonces tío solterón –Bocha Funes-, primera barra, primeras peleas con los hermanos, primeros sustos, primeros árboles y excursiones "al fin del pueblo" (hoy uno de los barrios más poblados y el pueblo termina mucho más allá), primeras emociones y descubrimientos. Y primeras ventas de publicaciones. Ajenas, claro está.

En la mesa del televisor, las revistas de Tita se veían tentadoras. ¿Vocación periodística o de canillita? En ese momento no estaba claro. La movida era simple: manoteo y venta casa por casa de los vecinos. Luego el reto, la devolución de las monedas y otra vez las revistas debajo del televisor. ¿Quería dinero? ¿No quería ver las revistas en casa? ¿Creería que estaban muertas y que merecían la oportunidad que otros ojos las leyeran?

Por esos años, había demasiada actividad en la calle como para leer. Encima, la casa era chica y los muchachos demasiados. Sin embargo, ya se perfilaban los amores y los odios: amor a la palabra escrita, los dibujos, la música; odio a las matemáticas y al guardapolvo gris y los desfiles más militares que cívicos.

La casa grande de la calle Moreno, en 1974, frente a la plaza principal, trajo todo más grande: el universo de los libros, la biblioteca popular y su enigmática bibliotecaria, las excursiones con el nunca olvidado Negro Borruel por su universo, su barrio y el Tiro Federal; el tocadiscos con Los Beatles, Sui Generis, Chopin, los discos de la Esso; las lecturas de los libros y cuadernos de sicología, filosofía y otras materias que cursaban mis dos hermanos mayores en el colegio salesiano de Ramos Mejía; la afición de mi madre por la música clásica y el ballet, los primeros escritos, más dibujos, los momentos solitarios en el escritorio de mi papá, el cuidado de los más chicos, el reconocimiento del propio espacio, el primero de muchos amores y los sueños. Los sueños.

La primera casa, la de la Chacabuco, fue la casa del barrio. La segunda, la de la aldea que había que pintar, para pintar la Gran Aldea. Salir por su puerta no era solamente salir al centro, a la plaza San Martín. Era la puerta al planeta. A uno de ellos. Al otro se accedía por la puerta del escritorio de mi padre, que de noche era mi cuarto. Allí se forjó otro planeta, el interior, el de papel y tinta, el de sonidos y silencios.

En ese cuarto tipeé en la Olivetti de mi papá -el dactilógrafo más rápido del universo- los primeros cuentos y los originales en stencil de la revista Estudiantina 80, una bazofia que pretendía ser un medio de comunicación que aportara dinero para la promoción. La imprimimos en el mimeógrafo del Nacional. Dejó unos pesos. Nada más.

Mucho más estaba dejando en nosotros la Dictadura y no nos dábamos cuenta.

El golpe me sorprendió en Ramos Mejía, cursando el primer año en el colegio salesiano como pupilo. Más contacto con lo artístico o intelectual. Menos contacto con el mundo. Algo me perdía, tenía que volver a Giles. Instinto puro. Sólo eso. Regresé para empezar el segundo año en –a mi pesar- Comercial.

¿Se acordarán de la secundaria los viejos de cuarenta años? Debí hacerme esta pregunta a los 15 ó 16 años. Si la hice, debí responder que no. Es mucho tiempo. Veinte años es mucho tiempo, seguramente afirmé entonces.

Algunos recordamos demasiado la secundaria. No es nostalgia. Es dolor. El dolor de darnos cuenta hoy que no nos mostraron la mitad del mundo, de la realidad. Que nos ocultaron y mintieron. Que nos quisieron estructurar y en gran parte lo lograron. ¿En Giles sentiste la dictadura? ¿A esa edad? No, a esa edad no. Eso es lo triste. Ni siquiera tuvimos la oportunidad de elegir rebelarnos.

Terminé la secundaria con la intención de estudiar Abogacía. Pero cuando al año trabajé junto a abogados, me di cuenta de que no era eso lo que necesitaba.

Veinticuatro horas después de la fiesta de egresados, con el mismo traje, entré a trabajar en una obra social en Buenos Aires. Revisación médica para la colimba, inmediata firma “de alta” en la libreta -por miope- y regreso a Giles a trabajar en una escribanía.

Malvinas fue Mundial. Y una nueva revelación dolorosa que intentó ahogar la euforia de la incipiente democracia. Mientras tanto, habiendo enterrado Abogacía, me sumergía en la literatura y los primeros poemas, obviamente con nombre y apellido.

Quería ser escritor, pero no hay escuelas de escritores. Las biografías debían aportar una pista. Y el común denominador de muchos de mis escritores preferidos era que habían pasado por el periodismo. O por Letras.

Esos aires democráticos se veían tentadores para hacer periodismo. Y no quería ser profesor de Literatura. Mucho menos crítico literario.

Juan Sofía me abrió la puerta de su mundo de papel y experiencia. Sus libros y revistas. Su ideología y su entusiasmo. Una puerta importante.

En Morón hay una escuela de periodismo, dijo alguien en marzo de 1983.

Al año siguiente, mi primera publicación, “Realidad”, me permitía gritar y dejar gritar, como gritábamos todos en los primeros años de la democracia. Los peronistas empezaban a acusarme de radical y los radicales de peronista, mientras mi cabeza buscaba un socialismo que la contuviera y que jamás encontró. Luego se resignó a la nada de las ideologías políticas. “Podés decir las cosas de otra manera, un poco menos… agresivas” me dijo un viejo político por esos años. Tenía razón. Me calmé un poco, aunque no demasiado, creo.

“El periodismo es la manera más divertida de ser pobre”, rezaba un llavero de un compañero de la escuela de Morón. En lo de pobre, tuvo razón siempre. Respecto a “divertido”, no.

Más que los fracasos económicos de las muchas publicaciones periodísticas e institucionales, creo que fue el fracaso del sueño de cambiar algo de la realidad lo que hizo que en 1999 renunciara a ese oficio. 1998 me encontró con la guardia baja para soportar tantas denuncias de abusos de menores, desnutrición y otros casos de violencia familiar, sobre todo en la localidad de Cucullú (una comunidad rural conformada, principalmente, por ladrilleros), ante el silencio criminal de la clase dirigente que tenía la obligación de hacer algo para impedir, prevenir o castigar.

Y los autores de cuentos, novelas y poesías, no me daban las respuestas. Porque, a decir verdad, no les preguntaba nada. Quería que me consolaran y lo hacían. Sin embargo, en sus páginas sí estaba la respuesta. Hoy lo sé.

Radio Vall me permitió hacer dos programas durante muchos años: “La quinta pata del gato”, periodístico; y “Al fin solos”, que no sé definir. Este último programa se apoyó en la literatura y las entrevistas informales. Y sentó las bases para la construcción de cuentos y un libro tan modesto en su tirada (sólo 50 ejemplares) como en su corrección: “Las historias de Al fin solos”. En 1995 había aparecido “Ella y Él o el amor en los tiempos de estupidez” que no escapa a una regla general: los autores reniegan de su primer libro.

El último intento periodístico fue uno de supervivencia en San Martín de los Andes, Neuquén, entre 1998 y 1999. Necesité irme de Giles. Quería empezar algo de nuevo. Esa ciudad no fue la mejor elección. El momento económico, como suele ser habitual en este país, no colaboró.

Después, el silencio, el retiro, la búsqueda interior dentro de una nube grande y gris, hasta enero del 2002. Pero antes, las señales: la novela corta “El sueño del sabio”, escrita en San Martín de los Andes, “Rita, la araña con peluca y otros cuentos”, escritos en el invierno de 1999 en mi ciudad natal y “La maldición del chenque”, escrito en el 2001. Este libro en particular, sus leyendas, la nostalgia por esa tierra que me había seducido, me devolvió a la Patagonia.

El regreso se hizo realidad por la puerta grande del amor a fines de mayo del 2002. Otro nombre. Otro apellido. Analía -"Anita"- Pizzi. La compañera de viaje ideal. Poetisa de las entrañas y el corazón manchado con dulce de leche. Con la que también compartí aulas en el Comercial y con la que todavía comparto el viaje.

La experiencia del contacto con los chicos en las escuelas y la buena recepción de los libros aun entre los grandes, más la cálida acogida patagónica, decidieron el rumbo.

Nuevos chicos y nuevos grandes apoyaron viejos y nuevos escritos.

La revista literaria “Palabras del alma” abrió puertas y corazones, libros y cuadernos.

Aquel joven que no quería ser profesor de Letras, pronto se vio al frente de cientos de adolescentes de polimodal dando clases de Lengua y Literatura y Lengua y Cultura Global y talleres literarios.

La Patagonia es un barrio grande. Apenas un poco más grande que los míos gilenses. Las barras de este nuevo barrio, las literarias, son como aquellas: compañeras y generosas. Son varios los “Negros Borruel” que me toman de la mano para mostrarme su universo, como Jorge Spíndola, uno de los chicos más grandes del barrio. A pie por las montañas, la meseta o la playa, o en sus Falcon en el que vamos todos aquellos que sentimos esta tierra como madre o hija y que no perdemos la idea de “gran aldea”.

El Ratón Pérez, por medio de Lumen, fue el primero en viajar sistemáticamente por toda esa gran aldea; antes lo habían hecho los otros libros de la mano de turistas. Luego fue otra edición de “La maldición del chenque” y "¿Por qué se durmió el gallo Pinto?", a través de Estrada. Y al momento de escribir estas líneas, están pronto a hacerlo “El Cultrún de Plata", también por Estrada, "Atrapen al Ratón Pérez", por Lumen y "La Flor de Hielo", en edición del autor.

Siguen apareciendo cuentos y novelas. Las poesías aparecieron hace un par de años, alborotadas entre los cabellos de la Magdalena, luego de mucho tiempo de maceración y no exentas de dolor.

Cómo fueron editados los libros es una historia un tanto más larga, quizás más interesante y hasta simpática.

Qué depara el futuro, otra, que escribo todos los días desde esta región maravillosa.

Me encargué una biografía breve. Espero no satisfacer a nadie, porque esta no es la historia de mi vida. Fue mucho más rica, más intensa, más alegre y por momentos más penosa que lo que muestran estas páginas. Quedan muchos nombres por nombrar y otros por no revelar. Quedan muchos momentos para sacar a la luz y otros tantos para que queden guardaditos.

Espero que estos pocos datos susciten preguntas, aunque muchas de ellas están respondidas en los libros.

Allí también existe parte de mi vida. Aparecen bellos recuerdos, nuevas ilusiones y viejos fantasmas.

Los que quieran saber datos, que pregunten. Aquí estoy. Los que deseen entender, que lean. Ahí están mis libros. Aunque no doy garantías de veracidad en ningún caso…

Quienes deseen contactarse conmigo, pueden hacerlo a:

aapuyelli@yahoo.com.ar

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domingo, 20 de abril de 2008

Los caballos en la vida rural


Podrían haberse llamado Bucéfalo o Babieca, pero eran los caballos Sombra o Pidén. Había que nombrarlos de una forma al asignarles el trabajo que debían realizar en esa organización campesina. Cada uno podría ser protagonista de una novela propia si se escribiera sobre sus días como criaturas de la naturaleza.

Había otros como la Favorita, una hermosa yegua blanca, muy chilena, que hacía verse bien al huaso Manuel Contreras en los momentos de mostrar las galas del oficio; o la Pastilla, de limpia mancha blanca en la frente en su total alazán. Era buena madre la Pastilla, de sus potrillos calcados en su tipo, y era doña Elena quien la montaba “de lado”, vistiendo su amplio ropón café, del color de una manda comprometida hacía tiempo. La silla femenina resultaba cómoda para largas travesías, para caminos difíciles y hasta para saltar troncos o canales.

La Sombra, negra tapada, generosa de crines, no tenía una gran alzada, pero era de tronco largo, tanto que a la distancia se le reconocía por el garabato que formaban animal y jinete. Era impaciente vencedora de distancias, en el galopar por horas, entre el cielo y la tierra con destino más allá del horizonte.

De las tareas del campo, como los caballos tenían su status, nadie los ponía al arado- como sí ocurría a sus congéneres de la zona central- y se dejaba ese papel a los bueyes. Los caballos debían rodear los animales, transportar a los administradores, mayordomos y camperos, a los hombres de a caballo; debían llevarnos a los paseos o cabalgatas de placer a algún lugar distante, también hacían los viajes a Purén arreando los animales a la feria o tal vez a buscar el correo que traería El Peneca de ese sábado. Participaban en el deportivo juego de riendas y otro día daban vueltas y vueltas en la era trillando las legumbres. Alguno debía tirar el coche, siempre el Relicario, el más sobrio y de buen trote; para eso no servían los caballos nerviosos.

Los aficionados a correr, y ahí estaba Daniel Vilches, con un solo pellón y unas espuelas pequeñitas “siguiendo” al pingo que tuviera aptitudes para ir a probarse en la cancha de carreras a la chilena del pueblo. No era Pegaso pero con el acicate del chicote, en la recta polvorienta parecía tener alas. De ida a Purén no había que entrar al poblado galopando, porque como cuenta Soledad Uribe en su Historia del lugar, estaba penado hacerlo por la polvareda o la posibilidad de un accidente.

A la hora de los recambios, éstos se hacían por acuerdos entre particulares, mirándoles el diente, recurriendo a la feria de Lucero o a don Chumas Tapia y su hijo Filadelfo, los negociantes de caballos que recorrían la región por las cercanías de Victoria, Traiguén o Lumaco, comprando por aquí y vendiendo por allá.

El caballo desempeñaba un papel esencial en la vida del hombre campesino. El noble bruto estaba siempre presente, amarrado al varón o en el potrero cercano a la casa. Era su confianza y su resguardo infalible.

Iván Contreras R
Artista Plástico