domingo, 20 de abril de 2008

Los caballos en la vida rural


Podrían haberse llamado Bucéfalo o Babieca, pero eran los caballos Sombra o Pidén. Había que nombrarlos de una forma al asignarles el trabajo que debían realizar en esa organización campesina. Cada uno podría ser protagonista de una novela propia si se escribiera sobre sus días como criaturas de la naturaleza.

Había otros como la Favorita, una hermosa yegua blanca, muy chilena, que hacía verse bien al huaso Manuel Contreras en los momentos de mostrar las galas del oficio; o la Pastilla, de limpia mancha blanca en la frente en su total alazán. Era buena madre la Pastilla, de sus potrillos calcados en su tipo, y era doña Elena quien la montaba “de lado”, vistiendo su amplio ropón café, del color de una manda comprometida hacía tiempo. La silla femenina resultaba cómoda para largas travesías, para caminos difíciles y hasta para saltar troncos o canales.

La Sombra, negra tapada, generosa de crines, no tenía una gran alzada, pero era de tronco largo, tanto que a la distancia se le reconocía por el garabato que formaban animal y jinete. Era impaciente vencedora de distancias, en el galopar por horas, entre el cielo y la tierra con destino más allá del horizonte.

De las tareas del campo, como los caballos tenían su status, nadie los ponía al arado- como sí ocurría a sus congéneres de la zona central- y se dejaba ese papel a los bueyes. Los caballos debían rodear los animales, transportar a los administradores, mayordomos y camperos, a los hombres de a caballo; debían llevarnos a los paseos o cabalgatas de placer a algún lugar distante, también hacían los viajes a Purén arreando los animales a la feria o tal vez a buscar el correo que traería El Peneca de ese sábado. Participaban en el deportivo juego de riendas y otro día daban vueltas y vueltas en la era trillando las legumbres. Alguno debía tirar el coche, siempre el Relicario, el más sobrio y de buen trote; para eso no servían los caballos nerviosos.

Los aficionados a correr, y ahí estaba Daniel Vilches, con un solo pellón y unas espuelas pequeñitas “siguiendo” al pingo que tuviera aptitudes para ir a probarse en la cancha de carreras a la chilena del pueblo. No era Pegaso pero con el acicate del chicote, en la recta polvorienta parecía tener alas. De ida a Purén no había que entrar al poblado galopando, porque como cuenta Soledad Uribe en su Historia del lugar, estaba penado hacerlo por la polvareda o la posibilidad de un accidente.

A la hora de los recambios, éstos se hacían por acuerdos entre particulares, mirándoles el diente, recurriendo a la feria de Lucero o a don Chumas Tapia y su hijo Filadelfo, los negociantes de caballos que recorrían la región por las cercanías de Victoria, Traiguén o Lumaco, comprando por aquí y vendiendo por allá.

El caballo desempeñaba un papel esencial en la vida del hombre campesino. El noble bruto estaba siempre presente, amarrado al varón o en el potrero cercano a la casa. Era su confianza y su resguardo infalible.

Iván Contreras R
Artista Plástico

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