viernes, 6 de junio de 2008

Una vueltecita al pasado - Iván Contreras


"Le cuento, la foto fue tomada por una tía que tenía el hobby de la fotografía. Tenemos a la vista:

el de más atrás era un tío que a la sazón estudiaba leyes y llegó a ministro de la Corte en Concepción. Más abajo mi madre, doña Elena, a continuación mi hermana doña Tala (un año fue reina de la primavera en Purén) , el niño de abajo derecha soy YO (Iván Contreras), al otro lado asoma otro hermano mío don Nelson (Q.E.P.D.). El varón de sombrero blanco cargado al ojo era mi padre Don Manuel, un hombre memorable con todos los bondades del mundo, que de sólo escribirlo me dio nostalgia, ternura de hombre. Como verá esa foto y otras me las armé este verano ya que estaban en manos de un primo, hijo de la tía doña Elba quien las tomó en su momento. Para obtenerlas me fui de viaje hasta Curacautín. "

(De un mail al editor del Blog)

La maquinaria del trigo


Eran máquinas fabricadas en fierro, de fierro con fierro, con llantas de metal que rodaban por los caminos de tierra tiradas por las yuntas de bueyes claveles. Más tarde lo fueron por tractores marca Case, que se decía keis y yo no entendía el porqué; había aprendido a leer recién y yo veía Case. Estos vehículos eran made in USA, país en que tenían imaginación de sobra para inventar el ahorro de trabajo de los obreros en la cosecha del trigo.

El recuerdo de la maquinaria del trigo en el pasado me lo trajo el hecho de ver en Renaico el museo al aire libre de las máquinas agrícolas obsoletas de principios del siglo XX, tales como emparvadoras, sembradoras, arados y rastras.

Cuando esos verdaderos engendros de dinosaurios de alegres colores llegaban a aquellos campos de Malleco, nos parecían tan hermosos y nos podíamos subir y sentar en sus duros asientos anatómicos que seguían las formas de las asentaderas. Y soñábamos que las manejábamos.

Llamaban arrenquín al servidor de cada máquina, y un peón lograba llegar a serlo una vez que aprendiera el manejo de las palancas y las funciones que cumplían cuando giraban las ruedas en su caminar. En tiempos de siembra le correspondía esa tarea a la sembradora con depósitos para los granos que al manipular una determinada palanca, distribuía la semilla sobre el terreno barbechado. Un arado de discos iba dando vuelta la tierra y cubriéndola.

Ya maduro el trigo, mientras las espigas se mecían al viento, le tocaba el turno a la emparvadora, que las cortaba y que automáticamente las ordenaba en haces amarrándolos con cáñamo sisal, dejando resbalar con suavidad hasta la tierra la gavilla resultante y que era recogida por el carro emparvador para llevarlas al muelle de acopio. De todas maneras no estaban lejos la echona y ese artefacto de bellas formas, la horqueta de cuatro o cinco ganchos, con su astil de madera veteada y barnizada. Por lo general las herramientas manuales: horquetas, azadones, palas y hachas, además de funcionales son hermosas.

La máquina trilladora y el motor a vapor marcaban la culminación del proceso de la cosecha. Pero con el tiempo, una vez más se impuso el ingenio del hombre y se incorporó un mecanismo que lo hacía todo, moviéndose y funcionando con su propio motor: era la cosechadora que cortaba, trillaba y entregaba los sacos de trigo llenos. Cuando este gigante metálico cortaba el trigo en pie, trazaba filigranas áureas en la loma creando un nuevo paisaje de arte para quienes miraran con pasión el suceder en los días campesinos.

Iván Contreras R.
Artista Plástico

lunes, 26 de mayo de 2008

Otras realidades geográficas




En Arica, ciudad de la eterna primavera, los caballeros caminan en camisa por el paseo peatonal 21 de Mayo y algunos otros se van a nadar a la playa La Lisera. Eso sucede mientras en el sur los habitantes están dando diente con diente.

En efecto, en la ciudad nortina se tiene en invierno una temperatura parecida a la nuestra en diciembre o febrero. Allí nunca llueve y las nubes pasan por alto corriendo desde el mar a la cordillera, sin derramarse. Al interior, sólo en verano existe el invierno boliviano, que da lluvias y caudal al río San José.

Arica parece una niña bonita en que florecen los hibiscos; en las calles los gomeros, nuestra planta de interiores, adquieren dimensiones de árboles con troncos retorcidos y grandes hojas.

Admirada desde tiempos incaicos, disputada por siglos por Perú y Bolivia, Arica quedó finalmente en manos de Chile, permaneciendo eso sí en los ojos de esos otros países.

La gente que va por sus calles, de mil etnias, son chilenos que pueden llevar el sol en la piel, lucir un perfil aymara y tener un tono de voz diferente, propio y también de los habitantes de las alturas y de más al norte.

Es motivo de sensaciones especiales recorrer la ciudad, subir al Morro y verla desde lo alto como se desparrama en amplio panorama entre las arenas del desierto. Por ser ingreso desde diversos países se la denomina la “puerta norte de Chile”, abierta a los visitantes.

Mirando hacia el este, se prolonga kilómetros por el valle de Azapa, como fértil vergel. Ese valle verde, en contraste con las arideces, nos provee de frutas y hortalizas que hemos aprendido a comer en el sur, en pleno invierno, sean tomates, maíz o aceitunas.

La feria del Agro muestra un surtido de otros manjares agrícolas, y en estos días se pueden comer melones de Chaca, choclos de dientes grandes, las aceitunas de variada preparación, el maní de granos gordos y productos de otros valles generosos, como los limones y naranjas de Pica, las papas de Ovalle, la uva de Copiapó o Elqui.

Los ariqueños tienen el privilegio de vivir, en efecto, en la eterna primavera. Los sureños que llegan allí añoran por un tiempo sus lares, pero luego dicen: ¡caballero, llevo treinta años aquí, eso que sólo vine a trabajar una temporadita!. Ya no volví más y aquí dejaré mis huesos.

Iván Contreras R.
Artista plástico

martes, 13 de mayo de 2008

Si tiene tiempo libre haga adobes - Iván Contreras Rodríguez


Es un viejo principio el de construir con los materiales más abundantes de la región, por eso que al sur del BioBío se emplea la madera. En el norte extremo se ha usado la piedra y el adobe, y en la zona central se edifica con adobe y tejas.

En la colonia chilena los muros de las casas urbanas y rurales se levantaban con adobes, una especie de módulo de fabricación rápida para el que se ocupa simplemente tierra. Sus medidas eran estándar: O.30 X 0.60 X 0.10 metros, siendo bastante grandes; la anchura del muro dependía de su disposición, que podía ser a lo largo, de “soga”, atravesado o “de cabeza”. De cabeza daban una pared tan ancha como para soportar temblores, siendo muy buen aislante de los excesos de frío y de calor.

Los adobes se fabricaban antes y hoy de la misma manera, de barro, paja y agua. Muy importante es que la tierra sea arcillosa, con un 40% de arena y limpia de materias orgánicas. Elegido el lugar y hecho el foso, se aprovechaba la misma tierra o se traía de otra parte. Se revolvía y apisonaba a pie desnudo hasta tener un barro de suavidad apropiada. Enseguida se le agregaba la paja seca cortada de “un jeme”de largo. También podía usarse crin de caballo y en ambos casos se le amasaba hasta convertirla en un material homogéneo con que llenar los moldes de madera aprensándolos esta vez con un solo pie para alisarlos finalmente con la mano. El molde podía retirarse de inmediato para seguir haciendo otro y llegar así a los 300 o 400 adobes diarios que se secarían con el aire y el sol.

De mayor dimensión era el “adobón” para los murallones que limitaban las propiedades. Para pegarlos, como con los adobes, se utilizaba una argamasa de barro.

El adobe es un material noble que tiene todavía amplias posibilidades de uso. Solo en los últimos 100 años se usó sustitutos industrializados y ha sido la publicidad exagerada y los prejuicios actuales los que nos hicieron creer que unicamente las casas de concreto podían ser duraderas. Arquitectos actuales han estudiado la función del adobe y sistematizado su empleo en la edificación e incluso para restaurar las añosas viviendas.

Al recorrer recientemente los límites de las regiones del BioBío y del Maule tomamos conciencia de los hermosos conjuntos rurales desplegados entre Coelemu y Quirihue, hacia Cauquenes, y de allí hasta la costa, todos ellos de construcción en adobe y tejas. Y en Curanipe leí el diario El Centro de Talca que llama la atención sobre “ las centenarias edificaciones –en el casco antiguo de la ciudad- que ante un terremoto, podrían colapsar debido al evidente deterioro que presentan sus estructuras”. Según el arquitecto Victor H. González esas construcciones en adobe han ido perdiendo firmeza al cambiar los amplios y pesados tejados por cubiertas de zinc, por lo que nadie puede hoy asegurar que resistan la violencia de un sismo..

Sin embargo, porque la arquitectura en adobe forma parte de la riqueza de la expresión y de las tradiciones chilenas, nosotros aspiramos a que ella se restaure y conserve.

Iván Contreras R
Artista pintor

sábado, 3 de mayo de 2008

Las muñecas


Entre los muchos objetos del siglo XIX que conformaban la colección de antigüedades de don Carlos Fellmer se encontraba una muñeca. Ubicado en Nueva Brannau, poblado cercano a Puerto Varas, el verdadero museo que guarda una amplia casona de madera, fue armado de a poco por este descendiente de colonos alemanes. Según nos hizo ver, una pieza muy apreciada por él era esa muñeca de cara de porcelana.

Al verla no pudimos evitar un estremecimiento: la misma muñequita que ahora ponía sus ojos de vidrio en nosotros, había mirado otras caras y otros tiempos. Fue mecida en brazos de niñas de entonces y acunada en pequeñas camitas de juguete. Algún día fue paseada por los bosques, participó en cabalgatas, navegó por los lagos e hizo junto a voces infantiles activa vida de colona.

Es posible que la muñeca, con su forma de mujer o de pequeña, sea el más popular juguete de las niñas de todas las generaciones. Como todas las historias parten de la prehistoria, allí tuvo una representación como objeto mágico y religioso. Debe haber existido en manos de los niños egipcios; se la reconoce en la Grecia clásica y a partir de entonces no ha dejado de fabricársela de mil formas y materiales. Nacida en los diversos países y siglos pudo tener su propio carácter, como una forma base para ser vestida con la imagen de su época y cada vez haciéndola con mayor cariño y perfección. Es difícil encontrar ejemplares en los milenios posteriores, salvo hallar alguna asomando por ahí en brazos de jovencitas representadas en pinturas o tal vez abandonada en un rincón de la ambientación de cuadros de altos personajes.

Las más antiguas pudieron ser de madera. Al concepto actual se acercan hacia el siglo XIX, en que además de hacerlas articuladas, se llegó a una verdadera perfección en su confección al incorporarlas a las cajas de música, girando o danzando por medio de sofisticados mecanismos de cuerda, con la misma técnica de los relojes. Hacia 1840 lucen caritas de porcelana y servían, a veces, de modelos cuyas ropas se intercambiaban y podían lucir vestiditos y lencería de moda, a su escala.

La vida de las muñecas en el siglo XX ha tenido altibajos. Las con cara y manos de porcelana alcanzan hasta 1935 y en ese tiempo existieron fábricas alemanas, francesas e inglesas que las hicieron en serie e incluso tenían marcas de nombre y su propio catálogo.

En el presente, en que son más escasas, son motivo de colección y para ello hay que considerar marca, modelo y estado de conservación. Hace años pude ver un bonito conjunto en Concepción, de alguien que prolongó su vida de niña y las reunió en su casa de adulta.

Las muñecas han sido inspiración para la literatura, pues existen escritos sobre ellas, sobre su historia, pero también son motivo comercial, aunque para el que las vende y vive de eso, le es doloroso desprenderse de ellas, ya que fácilmente pasan a ser parte de su vida.

Una de las razones de su escasez actual sería la aparición de los peluches que hicieron presencia en los hogares de las niñitas contemporáneas, representando animalitos de toda la fauna confeccionados con géneros que imitan la forma y la piel. Sofía creció acariciando dinosaurios de peluche y llegó a ser experta en esos especimenes del pasado.

No representa a una niña ni a un bebe sino a una dama joven: es Barbie, que ya tiene
unos 40 años pero no envejece, que se viste de todas las profesiones y trajes tipicos, y siempre está a la moda. Ella se adapta a las épocas y es el eslabón que eterniza a la muñeca como juguete de ternura.

Iván Contreras R.

viernes, 25 de abril de 2008

Ariel Puyelli, Esquel, Patagonia Argentina




BIOGRAFÍA


Supongo que debió ser frío ese atardecer del 23 de julio de 1963 en el policlínico bancario de Capital Federal.

Creo que Tita y Miguel ya tenían el Mercedes Benz modelo 1938, tan taxi inglés ese autito con panel de madera y reloj suizo que un par de años más tarde nos quedó chico. Luego vino el Ford Falcon que contuvo a mis padres, mis cinco hermanos y a mí, que el 25 de julio de ese 1963,ya estaba de regreso en la esquina de Chacabuco y Alsina de San Andrés de Giles, en la provincia de Buenos Aires, para comenzar a crecer.

Desde ese barrio me llevaron al Jardín de Infantes de las monjas, cuando estaba en la calle Moreno, a mitad de cuadra, y nos parecía enorme.

Allí conocí a quienes serían compañeros de escuela hasta el quinto año del secundario. Chicos que luego fueron adolescentes. Más tarde jóvenes. Hoy hombres y mujeres que son parte de mi carne. Historia de mi historia.

Desde ese barrio fui solo al otro colegio de las monjas, al Parroquial, a misa y al dentista. Demasiados rezos, demasiadas esperas nerviosas en la sala del doctor Serra. Los chicos no deberían juntarse con curas ni dentistas hasta, por lo menos, los 20 años. Los primeros dejan culpas; los segundos, momentos que debieran ser ocupados por otros recuerdos.


Esa esquina duró hasta los nueve años. Primera bicicleta, primer barrilete hecho por el entonces tío solterón –Bocha Funes-, primera barra, primeras peleas con los hermanos, primeros sustos, primeros árboles y excursiones "al fin del pueblo" (hoy uno de los barrios más poblados y el pueblo termina mucho más allá), primeras emociones y descubrimientos. Y primeras ventas de publicaciones. Ajenas, claro está.

En la mesa del televisor, las revistas de Tita se veían tentadoras. ¿Vocación periodística o de canillita? En ese momento no estaba claro. La movida era simple: manoteo y venta casa por casa de los vecinos. Luego el reto, la devolución de las monedas y otra vez las revistas debajo del televisor. ¿Quería dinero? ¿No quería ver las revistas en casa? ¿Creería que estaban muertas y que merecían la oportunidad que otros ojos las leyeran?

Por esos años, había demasiada actividad en la calle como para leer. Encima, la casa era chica y los muchachos demasiados. Sin embargo, ya se perfilaban los amores y los odios: amor a la palabra escrita, los dibujos, la música; odio a las matemáticas y al guardapolvo gris y los desfiles más militares que cívicos.

La casa grande de la calle Moreno, en 1974, frente a la plaza principal, trajo todo más grande: el universo de los libros, la biblioteca popular y su enigmática bibliotecaria, las excursiones con el nunca olvidado Negro Borruel por su universo, su barrio y el Tiro Federal; el tocadiscos con Los Beatles, Sui Generis, Chopin, los discos de la Esso; las lecturas de los libros y cuadernos de sicología, filosofía y otras materias que cursaban mis dos hermanos mayores en el colegio salesiano de Ramos Mejía; la afición de mi madre por la música clásica y el ballet, los primeros escritos, más dibujos, los momentos solitarios en el escritorio de mi papá, el cuidado de los más chicos, el reconocimiento del propio espacio, el primero de muchos amores y los sueños. Los sueños.

La primera casa, la de la Chacabuco, fue la casa del barrio. La segunda, la de la aldea que había que pintar, para pintar la Gran Aldea. Salir por su puerta no era solamente salir al centro, a la plaza San Martín. Era la puerta al planeta. A uno de ellos. Al otro se accedía por la puerta del escritorio de mi padre, que de noche era mi cuarto. Allí se forjó otro planeta, el interior, el de papel y tinta, el de sonidos y silencios.

En ese cuarto tipeé en la Olivetti de mi papá -el dactilógrafo más rápido del universo- los primeros cuentos y los originales en stencil de la revista Estudiantina 80, una bazofia que pretendía ser un medio de comunicación que aportara dinero para la promoción. La imprimimos en el mimeógrafo del Nacional. Dejó unos pesos. Nada más.

Mucho más estaba dejando en nosotros la Dictadura y no nos dábamos cuenta.

El golpe me sorprendió en Ramos Mejía, cursando el primer año en el colegio salesiano como pupilo. Más contacto con lo artístico o intelectual. Menos contacto con el mundo. Algo me perdía, tenía que volver a Giles. Instinto puro. Sólo eso. Regresé para empezar el segundo año en –a mi pesar- Comercial.

¿Se acordarán de la secundaria los viejos de cuarenta años? Debí hacerme esta pregunta a los 15 ó 16 años. Si la hice, debí responder que no. Es mucho tiempo. Veinte años es mucho tiempo, seguramente afirmé entonces.

Algunos recordamos demasiado la secundaria. No es nostalgia. Es dolor. El dolor de darnos cuenta hoy que no nos mostraron la mitad del mundo, de la realidad. Que nos ocultaron y mintieron. Que nos quisieron estructurar y en gran parte lo lograron. ¿En Giles sentiste la dictadura? ¿A esa edad? No, a esa edad no. Eso es lo triste. Ni siquiera tuvimos la oportunidad de elegir rebelarnos.

Terminé la secundaria con la intención de estudiar Abogacía. Pero cuando al año trabajé junto a abogados, me di cuenta de que no era eso lo que necesitaba.

Veinticuatro horas después de la fiesta de egresados, con el mismo traje, entré a trabajar en una obra social en Buenos Aires. Revisación médica para la colimba, inmediata firma “de alta” en la libreta -por miope- y regreso a Giles a trabajar en una escribanía.

Malvinas fue Mundial. Y una nueva revelación dolorosa que intentó ahogar la euforia de la incipiente democracia. Mientras tanto, habiendo enterrado Abogacía, me sumergía en la literatura y los primeros poemas, obviamente con nombre y apellido.

Quería ser escritor, pero no hay escuelas de escritores. Las biografías debían aportar una pista. Y el común denominador de muchos de mis escritores preferidos era que habían pasado por el periodismo. O por Letras.

Esos aires democráticos se veían tentadores para hacer periodismo. Y no quería ser profesor de Literatura. Mucho menos crítico literario.

Juan Sofía me abrió la puerta de su mundo de papel y experiencia. Sus libros y revistas. Su ideología y su entusiasmo. Una puerta importante.

En Morón hay una escuela de periodismo, dijo alguien en marzo de 1983.

Al año siguiente, mi primera publicación, “Realidad”, me permitía gritar y dejar gritar, como gritábamos todos en los primeros años de la democracia. Los peronistas empezaban a acusarme de radical y los radicales de peronista, mientras mi cabeza buscaba un socialismo que la contuviera y que jamás encontró. Luego se resignó a la nada de las ideologías políticas. “Podés decir las cosas de otra manera, un poco menos… agresivas” me dijo un viejo político por esos años. Tenía razón. Me calmé un poco, aunque no demasiado, creo.

“El periodismo es la manera más divertida de ser pobre”, rezaba un llavero de un compañero de la escuela de Morón. En lo de pobre, tuvo razón siempre. Respecto a “divertido”, no.

Más que los fracasos económicos de las muchas publicaciones periodísticas e institucionales, creo que fue el fracaso del sueño de cambiar algo de la realidad lo que hizo que en 1999 renunciara a ese oficio. 1998 me encontró con la guardia baja para soportar tantas denuncias de abusos de menores, desnutrición y otros casos de violencia familiar, sobre todo en la localidad de Cucullú (una comunidad rural conformada, principalmente, por ladrilleros), ante el silencio criminal de la clase dirigente que tenía la obligación de hacer algo para impedir, prevenir o castigar.

Y los autores de cuentos, novelas y poesías, no me daban las respuestas. Porque, a decir verdad, no les preguntaba nada. Quería que me consolaran y lo hacían. Sin embargo, en sus páginas sí estaba la respuesta. Hoy lo sé.

Radio Vall me permitió hacer dos programas durante muchos años: “La quinta pata del gato”, periodístico; y “Al fin solos”, que no sé definir. Este último programa se apoyó en la literatura y las entrevistas informales. Y sentó las bases para la construcción de cuentos y un libro tan modesto en su tirada (sólo 50 ejemplares) como en su corrección: “Las historias de Al fin solos”. En 1995 había aparecido “Ella y Él o el amor en los tiempos de estupidez” que no escapa a una regla general: los autores reniegan de su primer libro.

El último intento periodístico fue uno de supervivencia en San Martín de los Andes, Neuquén, entre 1998 y 1999. Necesité irme de Giles. Quería empezar algo de nuevo. Esa ciudad no fue la mejor elección. El momento económico, como suele ser habitual en este país, no colaboró.

Después, el silencio, el retiro, la búsqueda interior dentro de una nube grande y gris, hasta enero del 2002. Pero antes, las señales: la novela corta “El sueño del sabio”, escrita en San Martín de los Andes, “Rita, la araña con peluca y otros cuentos”, escritos en el invierno de 1999 en mi ciudad natal y “La maldición del chenque”, escrito en el 2001. Este libro en particular, sus leyendas, la nostalgia por esa tierra que me había seducido, me devolvió a la Patagonia.

El regreso se hizo realidad por la puerta grande del amor a fines de mayo del 2002. Otro nombre. Otro apellido. Analía -"Anita"- Pizzi. La compañera de viaje ideal. Poetisa de las entrañas y el corazón manchado con dulce de leche. Con la que también compartí aulas en el Comercial y con la que todavía comparto el viaje.

La experiencia del contacto con los chicos en las escuelas y la buena recepción de los libros aun entre los grandes, más la cálida acogida patagónica, decidieron el rumbo.

Nuevos chicos y nuevos grandes apoyaron viejos y nuevos escritos.

La revista literaria “Palabras del alma” abrió puertas y corazones, libros y cuadernos.

Aquel joven que no quería ser profesor de Letras, pronto se vio al frente de cientos de adolescentes de polimodal dando clases de Lengua y Literatura y Lengua y Cultura Global y talleres literarios.

La Patagonia es un barrio grande. Apenas un poco más grande que los míos gilenses. Las barras de este nuevo barrio, las literarias, son como aquellas: compañeras y generosas. Son varios los “Negros Borruel” que me toman de la mano para mostrarme su universo, como Jorge Spíndola, uno de los chicos más grandes del barrio. A pie por las montañas, la meseta o la playa, o en sus Falcon en el que vamos todos aquellos que sentimos esta tierra como madre o hija y que no perdemos la idea de “gran aldea”.

El Ratón Pérez, por medio de Lumen, fue el primero en viajar sistemáticamente por toda esa gran aldea; antes lo habían hecho los otros libros de la mano de turistas. Luego fue otra edición de “La maldición del chenque” y "¿Por qué se durmió el gallo Pinto?", a través de Estrada. Y al momento de escribir estas líneas, están pronto a hacerlo “El Cultrún de Plata", también por Estrada, "Atrapen al Ratón Pérez", por Lumen y "La Flor de Hielo", en edición del autor.

Siguen apareciendo cuentos y novelas. Las poesías aparecieron hace un par de años, alborotadas entre los cabellos de la Magdalena, luego de mucho tiempo de maceración y no exentas de dolor.

Cómo fueron editados los libros es una historia un tanto más larga, quizás más interesante y hasta simpática.

Qué depara el futuro, otra, que escribo todos los días desde esta región maravillosa.

Me encargué una biografía breve. Espero no satisfacer a nadie, porque esta no es la historia de mi vida. Fue mucho más rica, más intensa, más alegre y por momentos más penosa que lo que muestran estas páginas. Quedan muchos nombres por nombrar y otros por no revelar. Quedan muchos momentos para sacar a la luz y otros tantos para que queden guardaditos.

Espero que estos pocos datos susciten preguntas, aunque muchas de ellas están respondidas en los libros.

Allí también existe parte de mi vida. Aparecen bellos recuerdos, nuevas ilusiones y viejos fantasmas.

Los que quieran saber datos, que pregunten. Aquí estoy. Los que deseen entender, que lean. Ahí están mis libros. Aunque no doy garantías de veracidad en ningún caso…

Quienes deseen contactarse conmigo, pueden hacerlo a:

aapuyelli@yahoo.com.ar

La Web de Ariel <<<


domingo, 20 de abril de 2008

Los caballos en la vida rural


Podrían haberse llamado Bucéfalo o Babieca, pero eran los caballos Sombra o Pidén. Había que nombrarlos de una forma al asignarles el trabajo que debían realizar en esa organización campesina. Cada uno podría ser protagonista de una novela propia si se escribiera sobre sus días como criaturas de la naturaleza.

Había otros como la Favorita, una hermosa yegua blanca, muy chilena, que hacía verse bien al huaso Manuel Contreras en los momentos de mostrar las galas del oficio; o la Pastilla, de limpia mancha blanca en la frente en su total alazán. Era buena madre la Pastilla, de sus potrillos calcados en su tipo, y era doña Elena quien la montaba “de lado”, vistiendo su amplio ropón café, del color de una manda comprometida hacía tiempo. La silla femenina resultaba cómoda para largas travesías, para caminos difíciles y hasta para saltar troncos o canales.

La Sombra, negra tapada, generosa de crines, no tenía una gran alzada, pero era de tronco largo, tanto que a la distancia se le reconocía por el garabato que formaban animal y jinete. Era impaciente vencedora de distancias, en el galopar por horas, entre el cielo y la tierra con destino más allá del horizonte.

De las tareas del campo, como los caballos tenían su status, nadie los ponía al arado- como sí ocurría a sus congéneres de la zona central- y se dejaba ese papel a los bueyes. Los caballos debían rodear los animales, transportar a los administradores, mayordomos y camperos, a los hombres de a caballo; debían llevarnos a los paseos o cabalgatas de placer a algún lugar distante, también hacían los viajes a Purén arreando los animales a la feria o tal vez a buscar el correo que traería El Peneca de ese sábado. Participaban en el deportivo juego de riendas y otro día daban vueltas y vueltas en la era trillando las legumbres. Alguno debía tirar el coche, siempre el Relicario, el más sobrio y de buen trote; para eso no servían los caballos nerviosos.

Los aficionados a correr, y ahí estaba Daniel Vilches, con un solo pellón y unas espuelas pequeñitas “siguiendo” al pingo que tuviera aptitudes para ir a probarse en la cancha de carreras a la chilena del pueblo. No era Pegaso pero con el acicate del chicote, en la recta polvorienta parecía tener alas. De ida a Purén no había que entrar al poblado galopando, porque como cuenta Soledad Uribe en su Historia del lugar, estaba penado hacerlo por la polvareda o la posibilidad de un accidente.

A la hora de los recambios, éstos se hacían por acuerdos entre particulares, mirándoles el diente, recurriendo a la feria de Lucero o a don Chumas Tapia y su hijo Filadelfo, los negociantes de caballos que recorrían la región por las cercanías de Victoria, Traiguén o Lumaco, comprando por aquí y vendiendo por allá.

El caballo desempeñaba un papel esencial en la vida del hombre campesino. El noble bruto estaba siempre presente, amarrado al varón o en el potrero cercano a la casa. Era su confianza y su resguardo infalible.

Iván Contreras R
Artista Plástico

jueves, 10 de abril de 2008

Negociantes en caballos - Iván Contreras Rodríguez




Cuando menos se pensaba aparecían por esas tierras don Chumas Tapia y su hijo Filadelfo, arreando una tropilla de caballos que eran el motivo de sus vidas de comerciantes andariegos. Don Chumas tendría sobre cincuenta años, de tez blanca-cetrina, cabellos lacios y unos grandes bigotes grises. Usaba un sombrero alón, traje de huaso y abrigadoras perneras de cuero de chivo con todos sus pelos, y sobre los zapatos unas pequeñas espuelas de campero. Filadelfo lucía un atuendo similar.


Su llegada era acogida con entusiasmo porque significaba variación en la rutina campesina. Normalmente se quedaban por varios días; nunca querían una cama y buscaban su alojamiento en el galpón, acomodándose cada noche con los arreos de la montura, los pellones y las mantas. Pero sí compartían la mesa con nuestra familia y mientras se merendaba desgranaban historias propias y ajenas, hechos corrientes de sus viajes que se transformaban en anécdotas en el animado relato de don Chumas y de su hijo que le llevaba el amén.

Nos hablaban de los senderos entre los bosques, de los ríos que debían atravesar, de las lomas y de los atajos para avanzar rápido. También sobre los encuentros con diversa gente, a veces facinerosos, con quienes- gracias a la solidaridad que nace del transitar los caminos desamparados- solía no haber altercados. También le llegaba el turno a las noticias de tipo social –casamientos, nacimientos y fallecimientos- entre los chilenos y los colonos europeos habitantes de pueblos y campos de Contulmo, Purén, Angol, Lumaco, Quechereguas, Victoria o Capitán Pastene.

La manada de caballos la formaban ejemplares para todos los gustos; don Chumas buscaba comprar los animales viejos y acabados de los fundos a precios baratos para vender con pequeña ganancia en las reducciones mapuches. Los negocios se hacían al contado y violento y los trueques formaban parte de los tratos. Recuerdo que mi padre compró a los Tapia un macho que forjó su propia historia de mañas equinas, y que cambió mano a mano un envejecido potro inglés nuestro por una carabina Winchester, de repetición, como las de los cowboys, y que permaneció por años en casa.

Don Chumas tenía su centro de operaciones y la casa familiar en Traiguén. Cada salida comercial en temporada de buen clima podía llevarle meses. Asimismo procuraba estar presente donde se celebraran ferias y carreras a la chilena, con la seguridad de encontrar momentos favorables para hacer sus negocios de caballos. En los veranos solía verse a don Chumas y a Filadelfo por los caminos con manta de castilla bajo la canícula, justamente para capear el sol, llevando su tropilla hacia un nuevo destino.

Iván Contreras R-2008

viernes, 4 de abril de 2008

Eloy y su caballo bayo


Nadie recordaba cuándo y cómo había llegado al lugar.

Eloy era sordomudo y con sonidos guturales nombraba las cosas que le rodeaban. El tenía su idioma que, niños por entonces, hicimos propio comunicándonos entre nosotros delante de nuestros padres sin que ellos entendieran nuestros acuerdos. Hoy cuando han pasado más de sesenta años y nos encontramos mis hermanos y yo, todavía podemos entendernos en el habla de Eloy.

Su cuerpo era endemoniado, contrahecho, de piernas y brazos arqueados como los sarmientos de las parras, consecuencia tal vez de un difícil parto en una oscura noche de invierno. Dada esa conformación no podía realizar los trabajos campesinos pesados, de modo que se le fijaron el rol de cocinero y ciertas tareas circunstanciales como la de tirar al río la bolsa con las perritas de la reciente camada o con los gatitos indeseados de los que él no escucharía sus últimos gemidos.

Pese a su contextura deforme y su incapacidad para expresarse, Eloy tenía especiales atractivos para algunas niñas del lugar y ellas contaban con su irrestricta confidencialidad y discreción.

En su cargo de “cuque”, Eloy cocinaba en una inmensa olleta de fierro de tres patas, la gran porotada con locro que sazonaba al final con gruesas pellas de grasa y color. Luego, el gran tiesto cargado en un carretón, pasaba por las lomas en donde los peones cortaban el trigo. Bajo el ardiente sol del mediodía se les repartía la sabrosa ración. Tiraba su carretón un caballo bayo, de ésos que ostentan una línea negra que les une la tusa con la cola y que le confería rasgos aristocráticos de corralero, al que en esos días llamábamos el “Porotero” en alusión a la función que debía cumplir. Todos éramos amigos del animal y aunque a menudo amurraba las orejas, tenía buen carácter y podíamos acariciarlo y pasar bajo su panza sin peligro. Solo se descomponía su genio cuando recibía de Eloy un chicotazo para que apurara el tranco y entonces daba sonora respuesta.

Pero era con Eloy con quien el caballo mejor se entendía, como si hubieran sido verdaderos camaradas, siendo nuestro cocinero quien derramara tantas lágrimas cuando el Porotero ya envejecido en su oficio fue vendido a los mapuches de la reducción vecina, y terminando sus días dentro de las fuentes de greda tradicionales, en calidad de asado y cazuela. Del noble bruto sólo quedaron el cuero de la ancha franja negra que una vez curtido fue convertido en alfombra del interior de la ruca y las cuatro herraduras que permanecieron como recuerdo, clavadas por muchos años en la puerta de la rancha de Eloy.

Iván Contreras R.