Nadie recordaba cuándo y cómo había llegado al lugar.
Eloy era sordomudo y con sonidos guturales nombraba las cosas que le rodeaban. El tenía su idioma que, niños por entonces, hicimos propio comunicándonos entre nosotros delante de nuestros padres sin que ellos entendieran nuestros acuerdos. Hoy cuando han pasado más de sesenta años y nos encontramos mis hermanos y yo, todavía podemos entendernos en el habla de Eloy.
Su cuerpo era endemoniado, contrahecho, de piernas y brazos arqueados como los sarmientos de las parras, consecuencia tal vez de un difícil parto en una oscura noche de invierno. Dada esa conformación no podía realizar los trabajos campesinos pesados, de modo que se le fijaron el rol de cocinero y ciertas tareas circunstanciales como la de tirar al río la bolsa con las perritas de la reciente camada o con los gatitos indeseados de los que él no escucharía sus últimos gemidos.
Pese a su contextura deforme y su incapacidad para expresarse, Eloy tenía especiales atractivos para algunas niñas del lugar y ellas contaban con su irrestricta confidencialidad y discreción.
En su cargo de “cuque”, Eloy cocinaba en una inmensa olleta de fierro de tres patas, la gran porotada con locro que sazonaba al final con gruesas pellas de grasa y color. Luego, el gran tiesto cargado en un carretón, pasaba por las lomas en donde los peones cortaban el trigo. Bajo el ardiente sol del mediodía se les repartía la sabrosa ración. Tiraba su carretón un caballo bayo, de ésos que ostentan una línea negra que les une la tusa con la cola y que le confería rasgos aristocráticos de corralero, al que en esos días llamábamos el “Porotero” en alusión a la función que debía cumplir. Todos éramos amigos del animal y aunque a menudo amurraba las orejas, tenía buen carácter y podíamos acariciarlo y pasar bajo su panza sin peligro. Solo se descomponía su genio cuando recibía de Eloy un chicotazo para que apurara el tranco y entonces daba sonora respuesta.
Pero era con Eloy con quien el caballo mejor se entendía, como si hubieran sido verdaderos camaradas, siendo nuestro cocinero quien derramara tantas lágrimas cuando el Porotero ya envejecido en su oficio fue vendido a los mapuches de la reducción vecina, y terminando sus días dentro de las fuentes de greda tradicionales, en calidad de asado y cazuela. Del noble bruto sólo quedaron el cuero de la ancha franja negra que una vez curtido fue convertido en alfombra del interior de la ruca y las cuatro herraduras que permanecieron como recuerdo, clavadas por muchos años en la puerta de la rancha de Eloy.
Iván Contreras R.
Eloy era sordomudo y con sonidos guturales nombraba las cosas que le rodeaban. El tenía su idioma que, niños por entonces, hicimos propio comunicándonos entre nosotros delante de nuestros padres sin que ellos entendieran nuestros acuerdos. Hoy cuando han pasado más de sesenta años y nos encontramos mis hermanos y yo, todavía podemos entendernos en el habla de Eloy.
Su cuerpo era endemoniado, contrahecho, de piernas y brazos arqueados como los sarmientos de las parras, consecuencia tal vez de un difícil parto en una oscura noche de invierno. Dada esa conformación no podía realizar los trabajos campesinos pesados, de modo que se le fijaron el rol de cocinero y ciertas tareas circunstanciales como la de tirar al río la bolsa con las perritas de la reciente camada o con los gatitos indeseados de los que él no escucharía sus últimos gemidos.
Pese a su contextura deforme y su incapacidad para expresarse, Eloy tenía especiales atractivos para algunas niñas del lugar y ellas contaban con su irrestricta confidencialidad y discreción.
En su cargo de “cuque”, Eloy cocinaba en una inmensa olleta de fierro de tres patas, la gran porotada con locro que sazonaba al final con gruesas pellas de grasa y color. Luego, el gran tiesto cargado en un carretón, pasaba por las lomas en donde los peones cortaban el trigo. Bajo el ardiente sol del mediodía se les repartía la sabrosa ración. Tiraba su carretón un caballo bayo, de ésos que ostentan una línea negra que les une la tusa con la cola y que le confería rasgos aristocráticos de corralero, al que en esos días llamábamos el “Porotero” en alusión a la función que debía cumplir. Todos éramos amigos del animal y aunque a menudo amurraba las orejas, tenía buen carácter y podíamos acariciarlo y pasar bajo su panza sin peligro. Solo se descomponía su genio cuando recibía de Eloy un chicotazo para que apurara el tranco y entonces daba sonora respuesta.
Pero era con Eloy con quien el caballo mejor se entendía, como si hubieran sido verdaderos camaradas, siendo nuestro cocinero quien derramara tantas lágrimas cuando el Porotero ya envejecido en su oficio fue vendido a los mapuches de la reducción vecina, y terminando sus días dentro de las fuentes de greda tradicionales, en calidad de asado y cazuela. Del noble bruto sólo quedaron el cuero de la ancha franja negra que una vez curtido fue convertido en alfombra del interior de la ruca y las cuatro herraduras que permanecieron como recuerdo, clavadas por muchos años en la puerta de la rancha de Eloy.
Iván Contreras R.