martes, 3 de agosto de 2010

Frío en el pasado


Siempre me he preguntado cómo se defenderían del frío nuestros antepasados, allá por los primeros años de la república, por fijar una época determinada.

He visto un cuadro de Goya, titulado “La nevada”, en que aparecen los personajes muy tapados con mantos, sobre todo cubriéndose la cabeza; los pies están enfundados en botas de cuero. Un perrillo en actitud de estar entumido, aumenta la sensación de frío.

Siglos antes Pieter Bruegel también representó escenas con nieve y gente aterida. Para él el invierno venía acompañado de aletargamiento y muerte. Meissonnier pintó a Napoleón volviendo desde Rusia, montado en su caballo blanco, muy abrigado.

En América el poncho arrebujaba a la gente de la colonia. Su uso tiene siglos. En Chile esa prenda era motivo de un activo comercio entre mapuches y españoles, y a todos aislaba el cuerpo del exterior inhóspito. En los 40 del siglo pasado, la manta de castilla reinaba en campos y poblados. Nuestros abuelos además usaban calzoncillos largos y camisetas afraneladas; también los pies se protegían con gruesos calcetines de lana.

Otro asunto era cómo pasaban los inviernos dentro de sus casas, en comparación con los elaborados medios actuales de calefacción. Desde luego nadie se desabrigaba estando en el interior y debemos suponer que resguardaban sus moradas tapando cuanta rendija diera entrada al aire helado. Aún hoy se recomienda hacerlo en el inicio de cada estación invernal. Si se aseguraban las ventanas por dentro, los postigos las cubrían y protegían por fuera -hubiera o no vidrios-. Seguridad y abrigo proporcionaban también las puertas y mamparas que cerraban la vivienda.

En la zona central, donde casi todas las construcciones eran de adobes, los braseros, prendidos en el exterior para evitar el gas nocivo de la combustión, entibiaban las grandes habitaciones. En las residencias alemanas del sur, las estufas fundidas en hierro -llamadas salamandras y simplemente calentadores- eran útiles, y en Valdivia según Vicente Pérez Rosales arrastraban un tronco hasta el frente de la casa y le iban sacando astillas. Aún hoy es posible ver cómo en pleno verano se atesora en los zócalos la leña para el invierno. En Punta Arenas los negocios de cualquier rubro mantienen cerradas las puertas y es el propio cliente el que las abre al ingresar a hacer su compra.

Las camas, con colchones de lana de ovejas, eran cubiertas con pesadas frazadas tejidas en telares artesanales, pero además no era raro poner a los pies todas las ropas del día. Se recurría a los ladrillos calientes envueltos en suaves paños, a las botellas de cerámica con agua hirviente y a los aún actuales guateros para desentumecer las sábanas. Enteraban el atuendo nocturno camisones de dormir de moletón y un gorro para la cabeza.

El lugar más acogedor de la casa era indudablemente la cocina, en que el fuego estaba encendido permanentemente y en donde tendía a concentrarse la actividad de la familia. Las chimeneas nunca fueron muy populares, por su carísima construcción y porque en ellas – según un antiguo estudio en la U. de Concepción- apenas se aprovecha el 5 % de su efecto.

Del empleo sucesivo de la leña, del carbón y de otros combustibles convertidos en calor, durante siglos ha persistido la utilización de la noble madera, proveniente de bosques que nadie se preocupó por renovar, la que ha servido para quitar el frío a nuestros antepasados, para entibiar los ambientes de sus casas como para cocinar y cocer el pan de todos los días.

Iván Contreras R.