viernes, 23 de enero de 2009

Azul paquete de velas


En el mundo agrario de mediados del siglo XX la oscuridad era la reina de la noche, rota su negrura únicamente por la llama de la vela encendida en el candelabro o la palmatoria. En los breves y oscuros días de invierno se hacían las tareas a la luz de la vela y los ojos se agudizaban para la escasa luminosidad pero a nadie se le acortaba la vista.

Muchas actividades se desarrollaban en la anochecida total, siendo que la vida nocturna había sido una condición originaria desde lo más recóndito de los tiempos.

Cuando había que caminar desde una pieza a otra, las manos hacían de antenas calculando las distancias entre muros y muebles. Las conversaciones, los cuentos y las leyendas tradicionales, junto al fogón o a la cocina económica no requerían de luz, solo memoria e imaginación. Y una voz expresiva. O en las noches de verano, talvez pasar un rato en el patio mirando las estrellas. Los ojos encontraban un destino en la palidez de la luna.

En algunas fechas especiales se prendían muchas velas; para Navidad o Año Nuevo, quizás cuando había visitas. Generalmente se instalaban en lugares de distribución y pasillos diversos expuestas a que un vientecillo o un suave soplo las hiciera parpadear o apagara sus destellos También eran motivo de acopio en la despensa y de encargarlas cuando se fuera al pueblo. Debían ser unos cuantos paquetes azules, con cuatro velas de regular tamaño, barras de combustible, de parafina sólida, cera o esperma con una mecha de algodón. Hubo un tiempo en que mis padres quisieron fabricarlas por si mismos en casa, en unos tubos metálicos de molde, pero la materia prima era escasa y aquellas de sebo de cordero con un pabilo de hilo de bolsa daban un resplandor muy corto, humo, un olor abominable, que terminaron pronto con esa producción incipiente.

Para quienes vivían en las lejanías de vegas, lomas y cerros causaba fuerte impresión llegar al pueblo y recorrer las calles iluminadas. Debemos tener conciencia de la demora de más de un siglo para que la luz eléctrica extendiera los cables y sus beneficios hacia los campos, aminorando así la tradicional industria de los azules paquetes de velas. Aún hoy habrá que guardar unas velitas por si acaso sobreviene una noche de apagón.

Iván Contreras R.