En Arica, ciudad de la eterna primavera, los caballeros caminan en camisa por el paseo peatonal 21 de Mayo y algunos otros se van a nadar a la playa La Lisera. Eso sucede mientras en el sur los habitantes están dando diente con diente.
En efecto, en la ciudad nortina se tiene en invierno una temperatura parecida a la nuestra en diciembre o febrero. Allí nunca llueve y las nubes pasan por alto corriendo desde el mar a la cordillera, sin derramarse. Al interior, sólo en verano existe el invierno boliviano, que da lluvias y caudal al río San José.
Arica parece una niña bonita en que florecen los hibiscos; en las calles los gomeros, nuestra planta de interiores, adquieren dimensiones de árboles con troncos retorcidos y grandes hojas.
Admirada desde tiempos incaicos, disputada por siglos por Perú y Bolivia, Arica quedó finalmente en manos de Chile, permaneciendo eso sí en los ojos de esos otros países.
La gente que va por sus calles, de mil etnias, son chilenos que pueden llevar el sol en la piel, lucir un perfil aymara y tener un tono de voz diferente, propio y también de los habitantes de las alturas y de más al norte.
Es motivo de sensaciones especiales recorrer la ciudad, subir al Morro y verla desde lo alto como se desparrama en amplio panorama entre las arenas del desierto. Por ser ingreso desde diversos países se la denomina la “puerta norte de Chile”, abierta a los visitantes.
Mirando hacia el este, se prolonga kilómetros por el valle de Azapa, como fértil vergel. Ese valle verde, en contraste con las arideces, nos provee de frutas y hortalizas que hemos aprendido a comer en el sur, en pleno invierno, sean tomates, maíz o aceitunas.
La feria del Agro muestra un surtido de otros manjares agrícolas, y en estos días se pueden comer melones de Chaca, choclos de dientes grandes, las aceitunas de variada preparación, el maní de granos gordos y productos de otros valles generosos, como los limones y naranjas de Pica, las papas de Ovalle, la uva de Copiapó o Elqui.
Los ariqueños tienen el privilegio de vivir, en efecto, en la eterna primavera. Los sureños que llegan allí añoran por un tiempo sus lares, pero luego dicen: ¡caballero, llevo treinta años aquí, eso que sólo vine a trabajar una temporadita!. Ya no volví más y aquí dejaré mis huesos.
Iván Contreras R.
Artista plástico
En efecto, en la ciudad nortina se tiene en invierno una temperatura parecida a la nuestra en diciembre o febrero. Allí nunca llueve y las nubes pasan por alto corriendo desde el mar a la cordillera, sin derramarse. Al interior, sólo en verano existe el invierno boliviano, que da lluvias y caudal al río San José.
Arica parece una niña bonita en que florecen los hibiscos; en las calles los gomeros, nuestra planta de interiores, adquieren dimensiones de árboles con troncos retorcidos y grandes hojas.
Admirada desde tiempos incaicos, disputada por siglos por Perú y Bolivia, Arica quedó finalmente en manos de Chile, permaneciendo eso sí en los ojos de esos otros países.
La gente que va por sus calles, de mil etnias, son chilenos que pueden llevar el sol en la piel, lucir un perfil aymara y tener un tono de voz diferente, propio y también de los habitantes de las alturas y de más al norte.
Es motivo de sensaciones especiales recorrer la ciudad, subir al Morro y verla desde lo alto como se desparrama en amplio panorama entre las arenas del desierto. Por ser ingreso desde diversos países se la denomina la “puerta norte de Chile”, abierta a los visitantes.
Mirando hacia el este, se prolonga kilómetros por el valle de Azapa, como fértil vergel. Ese valle verde, en contraste con las arideces, nos provee de frutas y hortalizas que hemos aprendido a comer en el sur, en pleno invierno, sean tomates, maíz o aceitunas.
La feria del Agro muestra un surtido de otros manjares agrícolas, y en estos días se pueden comer melones de Chaca, choclos de dientes grandes, las aceitunas de variada preparación, el maní de granos gordos y productos de otros valles generosos, como los limones y naranjas de Pica, las papas de Ovalle, la uva de Copiapó o Elqui.
Los ariqueños tienen el privilegio de vivir, en efecto, en la eterna primavera. Los sureños que llegan allí añoran por un tiempo sus lares, pero luego dicen: ¡caballero, llevo treinta años aquí, eso que sólo vine a trabajar una temporadita!. Ya no volví más y aquí dejaré mis huesos.
Iván Contreras R.
Artista plástico