El huaso y la lavandera (Mauricio Rugendas) |
Cuando pienso que en todo lugar del país que visito me encuentro con gente, aún en el más inhóspito como en aquel de la patagonia chilena- tan lejana- en donde reina el viento, la lluvia, la nieve y sobre todo el frío y en ese ambiente siempre resalta el hombre y junto a él la mujer sobre esas condiciones tremendas. Siendo él el héroe presente, quedando en la historia y ella permaneciendo en el desconocimiento y el olvido.
De mi existencia infantil campesina, agreste, áspera en invierno, inmensamente calurosa en el verano, mis recuerdos son grandes para las mujeres, las que se ocupaban de nosotros los niños pequeños, de nuestras enfermedades, de las necesidades biológicas y de satisfacer las hambres del crecer.
En los campos de Purén la mujer se levantaba a las cinco de la mañana para cocer el pan amasado la noche anterior. Enseguida había que preparar el desayuno para quienes debían ir a la loma o caminar a la escuela. Había empuje en la mujer, que salía adelante como crecían los trigos, ya que todo significaba para ellas esfuerzos y sacrificios, y pocos triunfos junto a la olleta de tres patas o talvez lavando en el río con la inmensa paleta de madera, la ropa grande o la pequeña de los interiores. Si no en la artesa con el agua cristalina del Ipinco, el arroyo de la montaña.
La mujer estaba sujeta a la casa, a la mantención de la familia, al tejido o al remendar. O le sobraba trabajo en las chacras, en desmalezar los vinagrillos, arrancar las legumbres secas, sacar las papas, en coser los sacos de trigo y había que enseñar a las hijas a seguir ese mismo camino y a defenderse de las cogidas de la vida. Y eran las viudas de negro, quienes recogían las espigas en el rastrojo después de la emparva. Las que seguían el destino marcado por las mujeres mapuches ancestralmente pegadas a la tierra en el cultivo o en la recolección. O quizás siendo la retaguardia de su huentru mientras éste formaba hueste de lanzas contra el invasor. Desde la otra loma ellas alimentaban al hombre, curaban sus heridas, mitigaban su cansancio y terminaban por echar por la calle del medio, apedreando e insultando, a los españoles en su afligido escape.
Pero nadie les pagaba por su afán, sino más bien con más esfuerzo, con más responsabilidad que el propio hombre quien encontraba el regocijo de los aires libres, de los panoramas abiertos de montes y pajonales.
En el día de ayer la mujer de los campos no tenían la calidad de temporeras que han incorporado en los últimos años a la industria campesina, que enfrentan llenas de esperanzas, pero sin grandes garantías, porque ellas frecuentemente hacen presente que no son debidamente atendidas en su pasar laboral. Que debe mejorar la calidad de vida de las trabajadoras.
Iván Contreras R.-2009
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