Cuando estudiaba en la Escuela de Bellas Artes, el maestro Ramón Vergara Grez nos llevaba a dibujar al zoológico ubicado en los faldeos del cerro San Cristóbal. Los monos eran muy movedizos; los leones y tigres estaban tras rejas muy tupidas para que nadie metiera las manos, pero además pasaban flojamente echados dormitando; la elefanta era inmensa y no dejaba de balancearse, la amable Fresia, en un espacio tan estrecho. De la jirafa era difícil hacer algo interesante con su cuello desmesurado: los pájaros no tenían ningún encanto.
Lo que sí dibujamos todos los futuros artistas fueron los camellos que estaban quietos, generalmente rumiando, en un corral más amplio de modo que teníamos mejor campo de visión. El todo del camello primero, en un croquis liviano, enseguida las correcciones y acentuaciones. Había que observar que sólo resultaban camélidos si se dibujaban largas sus corvas y cortas las piernas, así tomaban aplomo. También había que hacerles caras de camellos, con sus belfos colgantes, sus narices que a veces se cerraban y poner atención en sus ojos: dulces, mansos, tal vez pícaros y llenos de malas intenciones, seguro con ganas de tirarnos unos salivazos llenos de pasto verde.
Lo que si era difícil de captar eran sus extremidades totalmente desacostumbradas, que no se parecían a las del caballo ni a las del buey. Sus patas como planchas planas, redondas y aplastadas que según supimos se agrandaban al apoyarlas sobre la arena de los desiertos y entonces no se hundían. Eran un mal término para los miembros de la hermosa mole, tan llena de ritmos, del movimiento de su cuello, de sus jorobas, ancas y peludeces. Según como los dibujáramos resultarían muy naturales y figurativos, o bien constructivos y abstractos al estilo de Paul Klee en sus acuarelas de viaje por el norte de Africa, característicos eso sí al repetir los ritmos sus formas primordiales. Entonces cuando nos quedaban bien y parecían camellos los encontrábamos lindos y hasta nos daban deseos de acariciarlos con ternura, aun desde lejos tras el vallado que los separaba del público. Quizá venga desde entonces la afición a estos lejanos animales que me persigue y descubro su historia, su antigüedad, su probable paso desde América a los otros continentes, que hay dos clases de camellos, de una sola joroba, el dromedario de Africa y el de dos o bactriano en Asia. Que el pelo puede servir para varios usos como telas carísimas, alfombras, chaquetas de cuero y para hacer pinceles para artistas pintores siendo la mejor materia prima junto al de marta cebellina.
Como animales de los desiertos ellos son exclusivos de esos lugares, hechos para esos terrenos, que a la falta del agua la asimilan de una forma propia. Llevan grasa en sus jorobas en calidad de alimentación y energía. Que al estar acomodados para el desierto no pueden vivir en otro lugar como sucedió cuando en el siglo XIX (1846) se les trajo para atravesar desde Cobija a Potosí reeditando las caravanas saharianas y no prosperaron al no poder subir al altiplano boliviano.
Iván Contreras R. 2011
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